En el mar
Erica se despierta y, como cada mañana, se pone un bikini y baja corriendo a desayunar. En la cocina nadie le espera, nadie le saluda con un beso en la frente ni un buenos días. Contiene las lágrimas, como lleva haciendo tanto tiempo ya. Debe darse prisa, en algún momento ellos llegarán y, tal y como dicen, debe desaparecer de su vista.
Lleva en su brazo una toalla cuando echa a correr en dirección a la playa del puerto viejo. Allí está él, el único motivo por el que sigue viviendo en ese pueblo costero lleno de malos recuerdos. Se acerca hasta su amigo y le abraza por la espalda.
Ángel se gira y le sonríe como siempre. La aprieta contra su pecho desnudo y suspira al saber que le ocurre otra vez. Tira de ella hasta el agua y los dos se sumergen y nadan hasta llegar a un muelle abandonado. Se sientan juntos con los brazos rozándose ligeramente.
Ambos chicos miran las gaviotas que pescan su comida, en silencio, cada uno perdido en su mente y a la vez en la del otro. Ninguno interrumpe los pensamientos de su compañía, no les hacen falta palabras para hablar.
A lo lejos, los pescadores echan sus redes en el agua, esperando una buena recompensa al final del día. El mar choca con tímidas olas contra los escollos de un cercano acantilado. No hay voces, no hay ruido, sólo el susurro del agua y el viento conversando entre ellos. De pronto, en algún lugar del muelle nuevo, un buque hace sonar su campana, alejándose hasta una visita próxima.
Erica suspira, despertando a la realidad, y se acurruca contra su fiel amigo. Él le acaricia el pelo, tarareando una canción de cuna. Se miran fijamente a los ojos y sonríen, mientras sus mejillas se ruborizan una vez más. Los dos sienten ese pequeño y acelerado latido que les descubre, culpables de una joven y tierna historia de fantasía.
Ángel le roza los labios con los dedos, suavemente, como las olas tocan la arena de la playa. Luego, Erica se incorpora levemente y le besa con dulzura, sabedora de que siempre será respondida con ternura y amor.
-Gracias –le murmura Ángel.
-¿Por qué? –contesta ella, sorprendida.
-Por ser mi princesa de cuento de hadas, por convertir a un sapo en el príncipe del hermoso castillo que es tu corazón.
-No, gracias a ti por despertarme de mi cruel pesadilla, por rescatarme de la cárcel en la que se había convertido mi familia y mi soledad.
Se abrazan fuerte, oliendo a sal, a mar, a bella historia de profundo sentimiento. Se quedan así un tiempo hasta que el sol llega a su cénit, rompiendo su burbuja de amor y ensueño. Se levantan despacio, intentando alargar la temida vuelta. Al final, regresan nadando al pueblo y se envuelven en sus toallas.
-Cuando vuelva el buque –susurra Erica en el oído del muchacho.
-¿Qué? –dice él sin comprender.
-Por favor, no puedo más, vente conmigo, marchémonos juntos donde no puedan separarnos, donde no tengamos que aguantarlos ni un segundo en contra de nuestra voluntad –farfulla incapaz de evitar que una lágrima resbale por su mejilla.
Ángel mira al cielo, como buscando que responder a su súplica. Luego fija sus ojos en los de ella.
-Cuando vuelva el buque –inclina la cabeza hacia Erica y le besa en los labios de nuevo, acariciando su rostro, firmando su promesa, comenzando la cuenta atrás para huir de todo.
Después pone rumbo a su casa, igual que ella, mutuamente echándose ya de menos.
Se acercaba el final del verano, algunos pescadores de lejanos barcos volvían a casa, después de una larga temporada de arduo trabajo, con ganas de reunirse con sus esposas, sus hijos o simplemente por la añoranza del hogar.
Para Erica y Ángel, esos dos meses que había pasado desde que se hicieron su promesa, se les habían hecho eternos. Debajo de las camas de cada uno, escondidas, se hallaban dos bolsas de viaje, de mediano tamaño, llenas de recuerdos buenos y malos, algunos ahorros y ropa. Pero sobre todo, llenas de momentos aún por vivir juntos, lejos de allí y de aquello que conocían y tanto odiaban.
Tenían edad suficiente para huir, pero nunca poseyeron la fuerza para hacerlo. Sin duda, aquel verano les había hecho valientes, lo suficiente para tomar una decisión sin retorno, sin vuelta atrás.
Esa misma noche, Ángel llamó a la ventana de Erica, como había hecho tantas veces. Parecía la típica historia de amor, quizá porque fuera un detalle imprescindible el hacer algo así para demostrar ese sentimiento que vuelve locas a tantas personas.
Aunque ahora había algo que era diferente, algo de lo que se percató la muchacha cuando abrió la ventana. Ángel llevaba una mochila al hombro y su maleta en una mano, mientras que con la otra señalaba el puerto nuevo; unas luces brillaban a lo lejos, avivando los sueños de libertad de la pareja. Ella sonrió a la oscura y, al mismo tiempo, iluminada noche.
Metió todo aquello que poseía en su bolsa de tela y en su mochila, no tenía demasiado. Luego, dejó una nota escrita desde hacía mucho tiempo en su cama sin deshacer, una nota donde contaba toda la verdad, donde se despedía de su familia, en donde describía las pesadillas de su vida; igual que había hecho el chico en otro lugar del pueblo.
Erica salió sigilosamente de la casa, tras cerrar la puerta sin mirar atrás. Después, abrazó a su amigo, su fiel compañero, a la mitad de su alma. Se alejaban de su pasado, hacia un nuevo futuro sin más ataduras que las del destino. Cuando alcanzaron el barco, lograron encontrar el amparo del capitán, pidiendo ayuda para escapar.
Un simple camarote para dos, un refugio hasta otras tierras. Tal vez fuera hasta Australia, hasta China, América o hasta la India. Pero era lejos de allí, pero eran ellos dos juntos.
Se acercaba el final del verano, algunos pescadores de lejanos barcos volvían a casa, después de una larga temporada de arduo trabajo, con ganas de reunirse con sus esposas, sus hijos o simplemente por la añoranza del hogar.
Para Erica y Ángel, esos dos meses que había pasado desde que se hicieron su promesa, se les habían hecho eternos. Debajo de las camas de cada uno, escondidas, se hallaban dos bolsas de viaje, de mediano tamaño, llenas de recuerdos buenos y malos, algunos ahorros y ropa. Pero sobre todo, llenas de momentos aún por vivir juntos, lejos de allí y de aquello que conocían y tanto odiaban.
Tenían edad suficiente para huir, pero nunca poseyeron la fuerza para hacerlo. Sin duda, aquel verano les había hecho valientes, lo suficiente para tomar una decisión sin retorno, sin vuelta atrás.
Esa misma noche, Ángel llamó a la ventana de Erica, como había hecho tantas veces. Parecía la típica historia de amor, quizá porque fuera un detalle imprescindible el hacer algo así para demostrar ese sentimiento que vuelve locas a tantas personas.
Aunque ahora había algo que era diferente, algo de lo que se percató la muchacha cuando abrió la ventana. Ángel llevaba una mochila al hombro y su maleta en una mano, mientras que con la otra señalaba el puerto nuevo; unas luces brillaban a lo lejos, avivando los sueños de libertad de la pareja. Ella sonrió a la oscura y, al mismo tiempo, iluminada noche.
Metió todo aquello que poseía en su bolsa de tela y en su mochila, no tenía demasiado. Luego, dejó una nota escrita desde hacía mucho tiempo en su cama sin deshacer, una nota donde contaba toda la verdad, donde se despedía de su familia, en donde describía las pesadillas de su vida; igual que había hecho el chico en otro lugar del pueblo.
Erica salió sigilosamente de la casa, tras cerrar la puerta sin mirar atrás. Después, abrazó a su amigo, su fiel compañero, a la mitad de su alma. Se alejaban de su pasado, hacia un nuevo futuro sin más ataduras que las del destino. Cuando alcanzaron el barco, lograron encontrar el amparo del capitán, pidiendo ayuda para escapar.
Un simple camarote para dos, un refugio hasta otras tierras. Tal vez fuera hasta Australia, hasta China, América o hasta la India. Pero era lejos de allí, pero eran ellos dos juntos.