Dare
Una
habitación, en un edificio en pleno centro de la ciudad. Una chica acaba de
cerrar de golpe la puerta de su armario antes de girarse bruscamente, para
encarar a la otra persona presente. Es un joven con una expresión rabiosa en
sus labios y ojos ennegrecidos por lo que parece ser furia. Él se está
agarrando la cabeza con ambas manos, con gesto desesperado. Ella extiende los
brazos con exasperación y le pega una patada a una caja y tira todo fuera.
Luego tendrá que recogerlo, pero eso en ese momento no tiene ninguna
importancia. Son incapaces de mantenerse la mirada más de un par de segundos
seguidos, pero aún así están enfrentados como jamás lo habían estado, quizás
como jamás lo volverán a hacer.
Por
sus mentes van pasando cada instante vivido uno junto al otro y todo vuelve a
comenzar.
-Piensa,
simplemente piensa –le espeta la chica-. Recapacita por una vez en tu vida.
-Es
que no lo entiendes…
-¡Pues
claro que no lo entiendo, no dejas que lo haga! –le está chillando sin poder
controlarse más-. ¡Encierras todo bajo una llave que nunca me has dejado ni
mirar!
Vuelven
a mirarse a los ojos, unos con expresión dolorida y otros con rencor. Aunque
sólo tienen la cama en medio, parece que hay todo un océano y medio mundo entre
ellos. Ella se cruza de brazos, como intentando mantenerse de una pieza. Él, en
cambio, esconde la cabeza bajo sus manos anchas. Sus piernas apenas le
sostienen en ese momento.
-¿De
qué tienes miedo, por qué me temes? –su voz se suaviza cuando le pregunta eso.
De
repente, el joven llega hasta su lado y la agarra por los hombros. La sacude
levemente, pero de forma rígida.
-¿Miedo,
soy yo el que tiene miedo? –le replica con la mandíbula tensa-. Si sólo con
mirarte fijamente o acercarme a ti te echas a temblar, como si quisiera
destrozarte o algo. ¿Por qué insistes tanto? ¿No puedes dejarlo estar?
-¡No,
claro que no puedo! –ella grita, fuera de sí y con los ojos demasiado
brillantes-. Sigues sin darte cuenta de que eres la persona que más daño puede
hacerme en toda mi vida, que puede hacerme pedazos con una simple frase o con
algún pequeño acto. Tienes en tus manos más de lo que nadie ha tenido jamás de
mí, y continúas jugando conmigo y mis sentimientos como si yo fuese irrompible.
Ambos
enmudecen, sus músculos se tensan y se separan lentamente. Un paso hacia atrás.
Otro paso más. La chica cierra los ojos, niega con la cabeza. Nunca es fácil
poner un sentimiento en palabras sobre la mesa, ni tampoco lo más sensato.
Menos aún, en situaciones como esas, donde se lanzan los dados y se apuesta
todo a suerte, para bien o para mal.
-No
deberías haber dicho eso –él se pellizca el puente de la nariz con los dedos-.
Yo jamás he jugado contigo. Nunca he querido hacerte daño, nada más lejos de la
realidad. Eres importante para mí y muchas veces no se qué haría sin ti.
-¿Jamás,
estás seguro? –le mira mientras lo dice con tono irónico-. ¿Cuánto te
importo? Dices tantas cosas que no sé
cuando creerte. Todas esas miles de veces que me has agradecido mi presencia en
los malos momentos, pero te desvivías por alguna otra que también escuchaba tus
problemas. Nunca has tenido en cuenta lo mucho que me afectaba cada día que te
ayudaba, ni lo que me dolía ver tu comportamiento con tus demás amigas.
Sus
ojos se encuentran, marrón miel y verde apagado. Los primeros, desconcertados.
Los segundos, con lágrimas apunto de caer.
-Creía…
creía que todo estaba olvidado, que sólo era un amigo más, a pesar de las
bromas que te hacía, que simplemente fue un encaprichamiento tonto y que ya se
te había pasado –él tartamudea, dándose cuenta de la metedura de pata que
llevaba cometiendo desde hacía tiempo.
Ella
sonríe, pero con una sonrisa triste, melancólica, dolida.
-¿Eso
pensabas? –se frota los ojos y suelta una carcajada fría-. Quizás debería
estudiar teatro, o dejar de usar tanto la ironía contigo, que está visto que no
pillas ni una. Siempre has sido de neurona espesa.
Silencio.
Por ambas partes. Nadie habla y ni una mosca se atreve a interrumpirles. No era
momento de broma alguna, pero sencillamente se le acababa de escapar. La joven
coge aire, va a empezar a hablar de verdad. En cambio, él, se muerde el labio
inferior, sin apenas reaccionar.
-¿Sabes
la cantidad de veces que me han dicho que teníamos que hablar? Que tu
comportamiento no era normal, que te divertías a mi costa o que simplemente
sentías algo que no querías admitir –la chica se da la vuelta y se sienta en la
cama, de espaldas a él. No quiere que vea sus lágrimas-. Pero cada vez que
estaba contigo todo era diferente. Igual eras la persona más tierna, o la más
débil, o quizás ni me atrevía a acercarme a ti por miedo a encontrarme cara a
cara con tu muralla y que me echases de allí a patadas.
-Lo
siento, lo siento de veras, pero así es cómo… -según lo dice se va acercando a
ella de nuevo.
-¡No!
–ella se vuelve, con los ojos rojos y un rastro húmedo en sus mejillas-. Ni se
te ocurra acabar esa frase ni una sola vez más. Lo sé de sobra, es eso lo que
hizo que me enamorase de ti, mucho antes de que lo hiciese de tu sonrisa, de
tus ojos. La carne es débil de todas formas, ¿verdad? Simplemente creo que
hasta aquí hemos llegado.
El
chico tiembla, su mente por unos momentos se colapsa. ¿Cuánto tiempo lleva
equivocándose? ¿Negándoselo? Está a dos pasos del borde de la cama. Avanza uno.
Y se deja caer de rodillas. Su cabeza queda inclinada hacia el suelo.
-¿Qué
quieres que haga? –su voz es apenas un susurro-. ¿Qué necesito hacer?
-Atrévete
–una sola palabra que implica más que un desafío-. Tu última oportunidad.
Sin
dudas, sin cobardía por primera vez. Sin miedos y con el valor por fin. Se
levanta ligeramente, rápido como una cobra. Agarra con suavidad el rostro de la
chica y atrapa sus labios, con la urgencia de saber que casi la pierde para
siempre.
A
pesar de las lágrimas que habían adornado las mejillas de ambos, una sonrisa
aparece en sus labios, aún unidos, cuando ella le agarra la camiseta y tira de
él, cayendo sobre la cama. Él intenta no hacerle daño, apartándose un poco.
Ella le sujeta fuerte, le da igual tener que aguantar su peso, sólo quiere
sentirle cerca, lo más cerca que le permiten las reglas físicas. Había estado
soñando con eso durante miles de noches, durante cada segundo de cada día.
-Eres
tonto, tonto, tonto –le susurra en la oreja, con una sonrisa feliz, antes de
mordisquearle el lóbulo.
Él
se aparta, le mira serio. Bueno, su expresión es seria, no así sus intenciones.
-¿Me
estás insultando? ¿De verdad? ¿Has tenido el descaro de llamarme tonto?
-Sí,
y te lo diré las veces que haga falta –contesta ella frotando su nariz contra
su ancho cuello-. Mi tonto. Tengo derecho a ciertos privilegios, ha sido
demasiado tiempo el que he resistido. Y ahora que eres oficialmente mío, me
aprovecharé.
Sus
manos viajan por todas partes, como alas de mariposa. Le besa como si el mundo
acabase en pocos instantes y él responde igual. Sus lenguas bailan al compás
mientras sus labios luchan por convertirse en una sola cosa, en una sola
persona. En algún momento, así ocurre. Se desvanecen las barreras, los límites,
los temores, los malos momentos, los dolorosos recuerdos. Sólo quedan, por fin,
él, ella. Ellos.
Frente
a frente, se miran a los ojos, hablando sin palabras y de pronto por las
mejillas de la chica resbalan un par de lágrimas, que él se encarga de secar
con sus labios, antes de preguntarle que le ocurre. Sin más respuesta que una sonrisa,
se deja envolver por sus delgados brazos y entierra la cabeza bajo su pelo,
aspirando su aroma mientras ella medio solloza, medio ríe.
-¿No
era yo el bipolar? –inquiere el chico-. Ahora mismo no estoy seguro de quién de
los dos se merece ese adjetivo.
-Déjame
–masculla ella con los ojos algo rojos-. Estoy feliz.
-¿Sabes?
He descubierto que, a pesar de todo lo que he podido llegar a decir, pensar e
incluso sentir, te quiero.
-¿Un
te quiero como los míos, o el de bolsillo? –replica ella suavemente.
-Un
te quiero de estos.
Con
los dedos enredados en el cabello liso y claro de la muchacha, hace que sus
labios se encuentren de nuevo, entregándole todo lo que tiene y todas las
promesas con las que ata sus corazones, iniciando el baile más rápido, más lleno
de ilusiones, emociones, sentimientos, sueños, más feroz, que pueden permitirse
sus cuerpos. El mismo baile que descubre la luz de la luna llena, acariciando a
ambos con sus destellos a través del ventanal, como dándoles su bendición.