Pasos de zorro
Plumas rojas. Plumas blancas. Pintalabios rojo y tacones
blancos. Una última mirada al espejo y una sonrisa deslumbrante antes de
enderezar los hombros. Camina unos pasos estirando cada uno de sus músculos
hasta pararse delante del telón granate y espera. Segundos después, una cálida
mano agarra la suya, entrelazando los dedos con los suyos. Se miran a los ojos
y cogen aire juntos: por fin ha llegado su noche.
Enseguida suena la música de la orquesta y la tela se aparta
dejándoles ver el escenario de tarima negra que en unos momentos será todo para
ellos. Salen rápidamente y saludan con sus manos libres al público que empieza
a aplaudir con emoción.
–Por primera vez después de tanto tiempo alejados de aquí,
tengo el placer de ofreceros la vuelta de la mejor pareja de bailarines que
jamás ha pasado por el Zorro Rojo: la maravillosa Hannah Davis y su eterno
compañero Eric Morgan. –Se escuchaba la voz del presentador por todo el salón,
quien debía estar en uno de los palcos superiores. Hannah adoraba a ese pequeño
hombrecito–. Como dudo que sea necesario decir nada más sobre ellos, damas y
caballeros, disfruten del espectáculo.
La música paró. Los aplausos enmudecieron. Las luces se
apagaron y se hizo el silencio.
Resuena una palmada por toda la sala y le sigue una trompeta
con un ritmo acelerado, a la que se le acopla el resto de la orquesta. El
escenario queda iluminado por una luz tenue mientras dos focos de color rojo
enfocan a las dos figuras que han empezado a mover sus cuerpos a la par,
consiguiendo que sus pies sean simples sombras entrelazadas.
Incluso los asistentes que se encuentran más alejados
sienten la pasión que los bailarines desprenden, el fuego que transmiten cuando
sus cuerpos se rozan, cuando las manos de Eric tocan la cintura de Hannah o las
de ella dejan su rastro por su espalda. La gente calla, observa, murmura
asombrada, deja escapar el aire de sus pulmones ante los movimientos más
arriesgados y sorprendentes que han visto nunca.
En el escenario, sólo están los dos. El público desaparece.
Para ellos es el final de la época más angustiosa de su vida y el comienzo de
la más próspera. Es el reencuentro de un soldado y su hogar; el reencuentro de
una mujer y su corazón.
En ningún momento deja de existir el contacto entre la
pareja mientras mezclan estilo, velocidad, agilidad y contorsionismo. Cada roce
es una cura de cada herida física. Cada mirada es el remedio de cada segundo
separados.
Es un baile de pasión y seducción, de arte y amor.
De forma abrupta la música cesa y el último taconazo de
Hannah resuena por todo el edificio. Sus manos descansan en el pecho de su
pareja. Eric acoge entre sus dedos el rostro de ella. Sólo se escuchan sus
jadeos mientras sus frentes se apoyan en la del otro. Sus ojos parecen
atravesar sus almas, hasta que a ambos empiezan a caerles lágrimas. Lágrimas de
felicidad, de paz.
El tiempo parece haberse detenido. El público estalla en
aplausos justo cuando se funden en un beso que sabe a esperanza. Entre sollozos
y una lluvia de flores coloridas aceptan todos los gritos y silbidos de
enhorabuena y admiración.
Y allí, en un escenario, sabían la única verdad que
necesitaban. Estaban juntos. Estaban en su hogar.