Madness and Goddess
Un grito rompe el silencio de un gran edificio de aspecto
oscuro. Un grito que crece hasta estallar las escasas luces de los pasillos
vacíos. Es un grito que suena a terror y a locura. Que suena a espanto y
perdición.
Nadie sabe cómo, nadie sabe cuándo, ni tampoco el por qué.
Pero todos saben que ese sonido significa sangre y muerte. Al menos, mientras
lo escuchen, pueden respirar tranquilos porque no serán ellos los que no
volverán a salir de la oscuridad. Todavía.
El edificio tuvo un nombre, del tipo que se pone en un
panfleto y en las imágenes de promoción. Pero el parecido del lugar con la
ciudad de leyenda y pesadillas donde los horrores se suceden, hizo que el mundo
lo conociera como Cícero. Cícero, el manicomio para los perdidos.
Sólo una carretera mal asfaltada llega hasta él, apartado
del mundo, por donde los encargados de transportar mercancías y pacientes son
los únicos que se atreven a transitar. No hay visitas, no hay inspecciones, no
importa el control, porque es un viaje de ida sin vuelta. Es un viaje hacia las
puertas del infierno.
Hubo una época en la que el hospital psiquiátrico no era más
que eso, un hospital para personas con enfermedades mentales. Lo hubiera
seguido siendo, pero la llegada de una pequeña niña lo cambió todo. Una niña
que sus padres temían como si fuera la peor de sus pesadillas.
Ya han pasado más de veinte años de aquello.
Su nombre es Astarté. Nadie se pregunta si es real o no: no
cabe duda alguna de que es ella. La pequeña había crecido hasta convertirse en
una hermosa mujer de pelo castaño oscuro y ojos negros como la brea de mirada
rasgada. Nada en su cuerpo es imperfecto y su rostro simétrico llama la
atención por una marca con forma de estrella en la sien derecha. Pero su
belleza es traicionera como una tormenta de arena en la noche desértica. El
alma de Astarté es tan oscura como sus ojos y su mente es tan cruel como la del
mismo demonio.
Una maldición devora día a día el manicomio por una simple
razón. Y es que en Cícero habita la reencarnación de una diosa devorada por la
locura.
Es ya de noche cuando uno de los encargados de mantenimiento
se atreve a entrar al pasillo a cambiar las luces estalladas, con dos guardias
con las armas desenfundadas acompañándole. Es un vano apoyo, porque todos saben
que si Astarté sigue en el hospital es porque está donde ella quiere y que nada
de este mundo ni de ningún otro es capaz de mantenerla encerrada en contra de
su voluntad.
Cuando llegan a la puerta del cuarto de la joven se acercan
con temor e intentan no hacer ruido y acabar con aquella tarea lo más rápido
posible. Pero el destino a veces se toma la libertad de reírse irónicamente de
los juguetes que son para él los humanos. Al bajar de la escalera, el encargado
resbala con uno de los rastros de musgo húmedo que salen a tiras por debajo de
la puerta de Astarté y choca con uno de los guardias, quien pierde el agarre de
la pistola con el golpe, la cual cae, rebotando varias veces contra el suelo.
Los tres se quedan paralizados y se miran con pánico en los
ojos. Está todo en silencio, pero empiezan a retroceder hacia la pared opuesta
a la puerta. Sus espaldas están a punto de tocar los fríos azulejos blancos
cuando se oye el chirrido de unas bisagras.
-Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? Molestando a estas horas y
ni siquiera os dignáis a hacerme una visita.
Hasta sus oídos llega una voz suave y dulce, seductora y
fría a la vez. Peligrosa y mortal. Y ante sus ojos aparece la imagen de la
perfección, apoyada contra el marco de la puerta de forma despreocupada, con
una sonrisa ladeada y los restos de lo que debió ser el camisón para los
pacientes convertidos en velos blancos que apenas cubren su piel.
-Vuestros corazones laten muy deprisa, como el de un ratón
que está siendo acechado por una serpiente a la que teme. Es divertido. Me
gusta. Pero… ¿me tenéis miedo a mí?
Astarté empieza a reír como una niña ante un juguete nuevo y
sacude la cabeza y la agacha, aún con una sonrisa alegre en la cara, hasta que
el pelo oscuro le cubre el rostro y se calla de golpe. Poco a poco, vuelve a
enderezar el cuello, pero la mirada que aparece entre su cabello ya no es
entretenida. Ahora es cruel con rastros de locura. Es una mirada hambrienta.
-Hacéis bien en temerme.
Según salen las palabras de su boca, unas ramas surgen de
los recovecos de la pared y atrapan a dos de los hombres con fuerza contra
ella. Estos gritan hasta que con un giro de la mano, Astarté indica a la planta
que les silencie, tapándoles la respiración.
El tercero aprovecha para intentar huir y echa a correr por
el pasillo lo más rápido que le permiten sus piernas. Pero detrás de él la
diosa se pasa la lengua por los labios mientras extienda la mano en su
dirección, saboreando el momento. Y probablemente su próximo almuerzo.
-Creo que es hora de salir a jugar, lindo gatito. Corre y
diviértete, Adad.
Un rugido se extiende por el hospital y más allá. El hombre
se gira lo suficiente para que sus ojos observen cómo un enorme león salido de
la nada se abalanza sobre él antes de sucumbir a la oscuridad. Un último grito
rompe el silencio del gran edificio oscuro. Un último grito que crece hasta
estallar la bombilla que acababan de cambiar. Un grito que suena a final.