Cuando la esperanza es
lo único que queda
Un,
dos, tres. Un, dos, tres. Un, dos…
-Mierda.
-Señorita Millford, es la tercera vez en menos de media hora
que falla en un paso de vals tan fácil como ese. Y dudo mucho que su padre
piense que esa expresión sea adecuada a su edad. No hablemos ya a su estatus.
Tal vez debería…
-Sé perfectamente qué diría mi padre, gracias por hacerlo
notar, señor Harrison.
El tono cortante que había usado acabó con la posible
reprimenda del hombre. Ariadna Millford, la dueña de la voz fría como el hielo,
suspiró después de eso. No le gustaba tratar mal a su profesor de baile y
cortesía, pero a veces no soportaba esa actitud rígida que siempre tenía en las
clases y los comentarios que contuvieran cualquier referencia a su padre.
-Joven, haga el favor de empezar de nuevo. Lo lamento por
sus pies, como verá, la señorita no está teniendo especial cuidado en controlar
los suyos esta mañana. Aún me sorprende que un simple cochero como usted sepa
bailar algo que no sea esa horrible mezcla de sonidos que llaman música en las
posadas y una dama como ella acabe siendo tan patosa.
-Señorita Millford, ¿continuamos?
-Por supuesto, señor Fitzhenrick.
-Recuerde, señorita. Un, dos, tres. Un, dos, tres.
Una
sonrisa.
Paso.
Paso. Paso.
Inspirar.
Expirar. Inspirar.
Un,
dos, tres roces.
-¿Estás nerviosa, Ariadna?
-Shh, baja la voz o el señor Harrison te va a escuchar. Y no
me tutees si no quieres que te echen de inmediato.
-Sabes que está fijándose tanto en tus pies que ignorará
cualquier palabra que salga de mis labios. ¿Estás nerviosa? Te tiemblan las
manos.
-¿Y tú no, Percival? En una semana será mi presentación en
sociedad y mi padre está más que dispuesto a casarme con el primer rico de
familia noble que no tenga ninguna mancha en su reputación. Y no serán pocos
los dispuestos a unir su nombre con el del Lord Millford. Ni siquiera sé para
qué me esfuerzo en aprender a bailar vals si a nadie le importa otra cosa que
no sea mi apellido y las propiedades atadas a él.
-Es un destino que a muchas mujeres le gustaría. No tener
que saber mil artes para encandilar a sus pretendientes, no tener que
preocuparse por la belleza, ni por la educación… Sólo tener el deber de
ocuparse de los hijos y el hogar.
-Eso es lo que les gusta a las mismas mujeres que permiten
que sus esposos tengan amantes en cada oscuro rincón de Inglaterra, que ven
cómo el dinero que tan bien les vendría a la hora de mejorar sus vidas acaba
derrochado en regalos para las queridas de los hombres que deberían cuidar de
ellas y de sus críos.
Un,
dos, tres. Un, dos, tres.
Un
susurro.
-Bueno, te aseguro que aquel de tus pretendientes que
consiga tu mano y se le ocurra mantener a una amante, no tiene ni idea de lo
que es tener a una verdadera mujer hermosa y capaz entre sus brazos.
Un,
dos.
Un
jadeo.
-¡¿Pero se puede saber por qué para ahora, señorita
Millford?!
-Me encuentro indispuesta, señor. ¿Podríamos dejar la clase
para otro momento? Además, estoy segura de que mi padre requerirá los servicios
del cochero en breve.
-No quisiera causarle ningún tipo de molestia a Lord
Millford. Por supuesto, márchense si lo necesitan. No veo que hoy avancemos en
nada. Mañana a la misma hora les estaré esperando aquí.
-Adiós, señor Harrison.
Ariadna
tardó escasos segundos en salir por la puerta del salón. En cuanto escuchó el
sonido de esta, se giró como un vendaval.
-Tú eres tonto. Te lo juro, eres rematadamente tonto. O eso,
o… No, es eso: eres tonto.
-Oye, oye, tranquila, fierecilla, no me insultes, que no es
para tanto.
-¿Tranquila, en serio? Percival, nos vas a meter en un buen
lío. Como mi padre se entere de algo de esto nos va a matar.
-Sólo he alabado la belleza más que obvia de su hija, no
creo que eso le ofendiese.
-Tratar contigo a veces es como tratar con un niño pequeño.
Mi padre tendrá muchos defectos, pero pecar de ingenuo no es uno de ellos. Como
sospeche algo no dejará de vigilarme con tal de que no me desvíe del camino que
tan pensado tiene para mí. Mucho menos con lo poco que queda para la
presentación. ¿Puedes comportarte hasta entonces, por favor?
Expirar.
Inspirar. Expirar.
Un
suspiro.
-No creo que este sea el lugar más adecuado para hablar de
esto…
-Ya, claro, igual que delante del señor Harrison sí lo era.
Deberías marcharte.
-Ariadna…
-Luego, donde siempre. Ahora no. Aquí no.
Un
roce.
Una,
dos, tres horas.
Hacía
pocos minutos que el sol había terminado de ponerse sobre la ciudad de Londres,
pero los farolillos ya iluminaban la fachada de la mansión de los Millford y
los caminos que iban y venían de ella. La cochera situada al lado de los
establos, a donde dirigían uno de estos caminos, poseía un pequeño cuarto
apenas amueblado, donde la tensión se podía cortar como las raciones de una
tarta.
-¿Cuántas veces te tengo que decir lo siento para que me
perdones?
-No es cuestión de que yo te perdone, sino de que no llames
la atención ni una vez más. Sólo eso, sólo te pido eso, Percival.
-¿Sólo eso? No sabes el esfuerzo que hago cada día para no
enfrentarme a tu padre, cogerte fuerte y echar a correr. Esas malditas clases de
baile me vuelven loco porque te tengo tan cerca y a la vez te ayudo a mejorar
para que otro te aleje de mí. Estoy cansado de estar en las sombras cuando hay
gente a nuestro alrededor, de fingir que no conozco cada rincón de tu mente y
tu cuerpo mejor que nadie, de ver cómo te tratan como si fueras un objeto de
exposición a la venta al más rico postor.
-Por esa razón te pido que disimules, sólo un poco más de
tiempo, por favor. ¿No crees que yo también aborrezco que las cosas sean así?
-Te mereces mucho más que eso. Eres más que toda esa
hipócrita nobleza junta. Pero es que no tenemos ese tiempo, Ariadna. ¿Qué harás
después del baile de presentación? ¿Le dirás a tu padre que vas a rechazar a
todos tus pretendientes por un cochero pobre? Ambos sabemos la respuesta.
-Alguna solución encontraremos. Saldremos de esta, juntos,
como siempre.
-No, sabes que no hay nada que hacer. Y no quiero… no puedo
compartirte con otro. Ni siquiera puedo compartirte con tu padre.
Paso.
Paso. Paso.
Piel
con piel.
Un,
dos, tres roces.
Silencio.
-Aún queda esperanza, siempre queda una pequeña llama de
esperanza.
-¿No te das cuenta? Esperanza es lo único que queda para
nosotros.
Un,
dos, tres roces.
Un,
dos, tres besos.
-Pues nos agarraremos a ella, lucharemos por nosotros. Tú tienes
los caballos y yo el dinero. Juntos tenemos una única esperanza.
Un,
dos, tres jadeos.
Un,
dos, tres deseos.
Una
semana después, los invitados llegaban sin cesar a la mansión de los Millford,
donde eran recibidos entre suntuosas decoraciones y atrayente música. En el
salón de baile se entremezclaban vestidos coloridos y pomposos que entallaban
la figura de todas las mujeres presentes. Aquí y allá se extendían los
murmullos de conversaciones banales, cotilleos de la alta sociedad y algún que
otro negocio llevándose a cabo.
Fue
la aparición de Ariadna lo que provocó que se hiciera el silencio. Con un
vestido rojo como la sangre y el pelo negro recogido hacia un lado, era la viva
imagen de la elegancia.
-Señorita Millford, es un placer volver a verla.
-Señor y señora Lower, lo mismo digo. Gracias por asistir
hoy.
-Señorita Millford, está usted deslumbrante con ese vestido.
Seguro que causará sensación entre todos esos jóvenes impacientes.
-Le agradezco el cumplido, duquesa Foley. Para eso es este
baile, ¿no es cierto?
Saludos,
sonrisas y nervios.
Tensión,
paciencia y pánico.
-Una hora, Ariadna. Sólo una hora más. En una hora estarás
con Percival.
Un,
dos, tres.
Un,
dos, tres.
La
gente se marcha. Cae el silencio, cae la noche.
-¿Alguien te ha visto salir?
-No, claro que no, nunca ven nada.
-¿Estás segura? Ni siquiera has hablado con tu padre.
-¿Crees que me importa después de estos años? No quedaban
opciones. Tengo las joyas de mi madre y todo lo demás.
-Te dije lo mismo hace una semana y no quisiste.
-He comprobado que bailar un vals sólo merece la pena
contigo.
Un,
dos, tres.
Chispa,
llama y humo.
Arde
el establo vacío, arde y las llamas iluminan el cielo. Arde y todo el mundo
corre. Arde mientras dos caballos se alejan sin que nadie los vea. Arde la
noche, cuando la esperanza es lo único que queda.